domingo, 6 de noviembre de 2011

ELIZABETH TAYLOR





Con Elizabeth Taylor se ha ido la última de las estrellas de ése Olimpo de otro tiempo llamado Hollywood. Los obituarios han mencionado a Cleopatra para despedir a un espécimen fiel a su estirpe, una diosa de antaño que consiguió la paradoja de cruzar su época y desaparecer en medio del incrédulo y taciturno siglo XXI a los 79 años. 

Los titulares han sembrado la nostalgia por unos ojos irrepetibles y  perdonan que sólo fuera una gran actriz en contadas ocasiones. Hacía más de un año que no teníamos imágenes de su rostro de otro tiempo. De belleza extravagante, la diva plantó su pequeño y poderoso porte en el Holllywood más esplendoroso, el de los años 50, a punto del estallido del Technicolor donde la mirada violeta de la diosa haría verdadero furor. Llegó a ser la actriz más cotizada de Hollywood, con un millón de dólares contantes por su Cleopatra de Manckiewicz, en 1963. 

Como es natural, ante la desaparición de una celebridad nacen las lamentaciones y la humana necesidad de encumbrar lo más o menos prescindible. Dejó apenas media docena de buenos melodramas para la posteridad: la podríamos recordar en Castillos de arena (Vincent Minnelli, 1965), La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958), De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959) y, por supuesto, ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966). Éste último título y Una mujer marcada (Daniel Mann, 1960) le valieron las dos estatuillas que se llevó de sus cinco nominaciones a los Oscar. Pero con todo, Liz Taylor deja una carrera que probablemente nunca fue tan brillante como su belleza o sus diamantes. La irregularidad dramática es rasgo común a muchas diosas del Hollywood de antaño. Con las estrellas compartió la intermitencia de su arte, las joyas, los caniches, la soberanía del papel couché y la oscuridad de algún que otro período de desintoxicación alcohólica.  Su belleza extraterrestre podría haber sido inversamente proporcional a su garra tragicómica, pero perfectamente compatible con la extravagancia de sus ocho matrimonios y con el poder figurado de ser dueña de su fama y poder. Taylor fue, ante todo, una estrella, una de las mujeres más bellas jamás captada por la cámara cinematográfica, y una fémina hecha leyenda. En su biografía, las causas humanitarias comparten protagonismo con la más pura frivolidad. Su estatuto de máxima estrella podría determinarlo el hecho fortuito de ser la propietaria de una de las joyas más caras y buscadas del mundo: la perla peregrina, que se supuso perdida del tesoro real español hasta que Richard Burton la adquirió por una cifra inconmensurable para reconquistar el celoso corazón de la seductora Taylor. “Tan seductora que casi resultaba pornográfica”, dijo su hombre. 




Partenaires en la vida y en el arte, en ambos campos de modo profundo e intermitente, la carrera de la actriz nos dio a probar junto a Richard Burton ésa suculencia llamada contagio entre arte y vida. En los sesenta, prácticamente cruzando el umbral del clásico al moderno, la pareja imprimió con o sin intención celos y pasiones reales en escenas que ya desafían el tiempo: la muerte de Marco Antonio o el interminable y claustrofóbico  crescendo de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, sin duda la mejor interpretación del tándem. Al ver de nuevo ésas escenas, pensamos que el mérito de Taylor quizás haya sido dejarnos un par de intervenciones tremendas mientras lo que se esperaba de ella era mucho menos. Las verdaderas estrellas no necesitaban ser buenas actrices, y Taylor, en alguna ocasión, sí lo fue. Si lo fue en más de las que creemos, su hermosura no nos dejó verlo. 


Nacida en Londres en 1932, llegó a la Meca del Cine representando la ecuación perfecta de gracia, belleza y juventud necesaria para el nacimiento de toda star. Empezó a los 9 años en el mundo de la imagen, empujada por una madre ambiciosa, y terminó rompiendo el molde de la belleza mineral que Hollywood ya había testado en estrellas como Jean Simmons. Taylor fue el diamante de su clase, y rompió el molde de lo exuberante como lo hicieron Marilyn o Ava Gardner. En uno de los planos más caros de la historia del cine, Mankiewicz la hizo entrar en Roma en carroza imperial, rodeada de un decorado increíble, Cleopatra vestida de oro llevando en brazos al áureo hijo del César, Virgen poderosa y rica con ojos de bruja y temple de monarca. Hoy el cine digital podría haber salvado al gran director de la ruina económica a costa de su magia, y ésos ojos bíblicos podrían haber sido optimizados en una starlett al uso con una buena conciencia del color correction. Pero aquéllos, los planos de Mankiewicz y los ojos de Liz Tayor, fueron reales. 



Taylor abandonó el cine como todas las actrices bellas al cruzar el umbral de los 50, pero siguió renovando su mitología hasta nuestros tiempos. Mi generación la recordará por la suegra de John Goodman en Los Picapiedra (Brian Levant, 1994) o por haber sido la Judy Garland de Michael Jackson, musa sin parangón que acuñó el nombre de batalla del Rey del Pop. Ya con o sin dotes de actriz, como emisaria de la lucha contra el sida o como icono pop, el epígrafe Taylor supo desafiar el tiempo. Y nunca perdió del todo ése magnetismo de muñeca viva de otro tiempo, parte del misterio de la imagen imperial del irrepetible cine clásico. 



Ante la reivindicación de inmortalidad en los titualres, pienso que nunca hemos dejado de tener algo de ésa inocencia clásica. Conservamos algo de los espectadores de entonces. En unos años sabremos que lo que contiene la despedida a Liz Taylor es una lejana sensación de estafa, algo del desconsuelo ante el cadáver de Marilyn. Con Japón en llamas y la premonición actual de que quizá es verdad que el mundo no es el lugar seguro que nos prometía ése cine, nadie había terminado de asumir que una época  terminaría para siempre, que a ésos ojos violetas también se los iba a tragar la tierra. Poder seductor de la leyenda, de lo mítico, y del inmortal del cine clásico, que sobrevivirá, sin duda, también a la última de sus estrellas.

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