martes, 11 de octubre de 2011

SER MUJER Y MISTICA

De La mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, de Victoria Cirlot y Blanca Gari. Barcelona, Siruela, 2008. 292 páginas.
Mujeres que escriben, mujeres que hablan acerca de lo que les sucede en un espacio invisible: el de la interioridad. Escriben y hablan de una experiencia interior. Mujeres, escritura, experiencia interior: la conjunción de estos tres elementos es explosiva por lo insólita en la cultura medieval.
En La mirada interior se reúnen las historias de ocho mujeres místicas y visionarias, del siglo XII al XIV, y se analizan y comentan los testimonios directos de sus experiencias.
Hildegarda de Bingen fue el umbral que condujo al gran resplandor místico del siglo XIII, en que mujeres como Hadewijch de Amberes, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo o Margarita de Oingt escribieron acerca de su experiencia de Dios en lenguas vulgares en unas obras que denotan su gran cultura y que constituyen el mejor testimonio de la espiritualidad femenina de la época.
Ángela de Foligno, analfabeta, conmueve por la autenticidad de una experiencia que tuvo que ser escrita por su confesor, mientras Margarita Porete es claro antecedente del maestro Eckhart. Juliana de Norwich cierra este espacio con su extraordinario El libro de las revelaciones de Amor.
Introducción (fragmento)
Mujeres que escriben, mujeres que hablan en la Edad Media acerca de lo que les sucede en un espacio invisible: el de la interioridad. Escriben y hablan de una experiencia interior. Mujeres, escritura, experiencia interior: la conjunción de estos tres elementos es explosiva por lo insólita en la cultura medieval. Es tan insólita que no parece verdad. Y, sin embargo, lo es. En la Edad Media, las mujeres se apropiaron de los instrumentos de escritura para hablar de sí mismas y de Dios, pues Dios fue lo que encontraron en sus cámaras, en sus moradas, en sus castillos del alma. Rompiendo las barreras de un mundo que las había condenado al silencio, alzaron sus voces que fueron oídas porque salían de sus excesos sobrenaturales. Articularon sus voces en sus cuerpos, convertidos en signos de Dios, mostrando visiblemente su santidad.
Y de este modo se lanzaron a la aventura de poner sus almas a la intemperie y sufrir las transformaciones, los trabajos de la espera. A la espera de Dios: toda la pasividad del mundo se concentra en la celda interior. Pues, a la espera de su nada, esperaron ser vencidas, aniquiladas en la Divinidad.
La experiencia mística contenida en sus palabras y recogida en los textos es uno de los grandes tesoros de la espiritualidad del Occidente europeo.
A la caverna donde esa experiencia mora hay que acercarse, sin embargo, con temor y temblor. No se puede llegar con los nombres de nuestro siglo y tratar sin más de conquistarla nombrando: histeria, depresión, anorexia. Nombraremos, pero de nada servirá, pues permanecerá herméticamente cerrada, sin que sus palabras fluyan hasta nosotros. Hay que vencer las murallas de los siglos dejando atrás el sentimiento de superioridad del nuestro y tratando de comprender el suyo. Es necesario resituar las palabras en su mundo, en su cultura. Es necesario reconstruir, contextualizar. Sin ese trabajo previo es imposible recuperar el significado, de modo que los textos puedan responder a nuestras preguntas.
¿Qué les sucedió a aquellas mujeres de la Edad Media para que lograran deshacer las construcciones de su cultura y qué sucedió en esa misma cultura para permitir que semejante fenómeno ocurriera? ¿Cómo descubrir en sus experiencias sus vidas? Pues, para que efectivamente hablemos de experiencia, algo habrá de tener que ver con la vida.
La respuesta pasa por traer a nuestro mundo y a nuestra cultura las palabras de Hildegarda de Bingen, Hadewijch de Amberes, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Margarita de Oingt, Ángela de Foligno, Margarita Porete y Juliana de Norwich ¿Por qué justamente ellas? Esas ocho mujeres nos hablan directamente. Sus vidas llegan hasta nosotros desde su propia escritura y desde su propia voz. Su testimonio revela de forma ejemplar la gran experiencia mística: en la potencia de su facultad visionaria (Hildegarda), en la belleza de su voz poética (Hadewijch, Beatriz, Matilde), en la resonancia de su universo simbólico (Margarita de Oingt), en la profundidad de su conocimiento teológico (Margarita Porete, Juliana) o en la intensidad misma de su experiencia (Ángela de Foligno). Presentarlas en sus mundos, ésa es la intención que nos ha movido. Tratar de colocar sus palabras en el lugar que les corresponde, tal es el reto propuesto.
Cuando la mirada del siglo XX se posa sobre los últimos siglos de la Edad Media europea advierte en seguida una transformación en el campo de la experiencia religiosa. Un cambio profundo parece perfilarse en estos años en los que emergen nuevas formas de lenguaje y de representación, nuevas interpretaciones de los ideales de una espiritualidad pauperística y apostólica que buscan la expresión verdadera del antiguo paradigma de imitación de los apóstoles y de Cristo. El cambio nace lentamente con el progreso de la sociedad feudal en los siglos XI y XII, en el interior de los movimientos de Paz de Dios y de la Reforma de la Iglesia, y también fuera, en la paulatina aparición en escena de los laicos llamados a participar en el fenómeno religioso de una forma nueva.
El modelo apostólico lo encontramos muy pronto en algunos monasterios. En los claustros reformados del Císter se empieza a hablar de él, a ponerse en práctica. Le acompaña una invitación a la introspección, al descubrimiento del «hombre interior», a la experiencia humana completa, carnal y espiritual, en el camino de la unión con Dios. Más allá de los claustros, la transformación es general en todo el Occidente. Incide con mayor énfasis allí donde la economía de beneficio triunfa con más fuerza: en la ciudad, en esos centros urbanos que se multiplican y se muestran económica pero también culturalmente cada vez más dinámicos, en esos espacios donde circulan cada vez más y más deprisa el dinero y las mercancías, pero también las ideas (L. K. Little).
Y es allí, en el seno de la abundancia, donde, a través de una inversión ritual y literal al mismo tiempo, aparece de pronto la pobreza. Pobreza literal y pobreza simbólica se inscriben en la cultura y en la espiritualidad de la época y se convierten en la verdadera vía para seguir a Cristo en este mundo. Como muestra el Sacrum Commercium, una obra escrita en círculos franciscanos en los años veinte del siglo XIII, para Dama Pobreza, esposa de Cristo, el mundo es el verdadero monasterio.
Y en el corazón de ese mundo, ancho y grande, la mirada del siglo XX posada sobre la Edad Media descubre atónita la presencia de la escritura femenina. La voz de las mujeres no suena por primera vez en la historia, pero es nueva en Occidente la fuerza y la centralidad con las que brota el discurso femenino acerca de la experiencia espiritual, que es, con frecuencia, visionaria y mística. Los sonidos que emite esa voz no son unívocos, sino diversos, como diversas son, en primer lugar, las lenguas.
Desde el latín de la tradición a todas y cada una de las lenguas maternas, un complejo tejido de voces dialoga. Son voces que se despliegan en el espacio y en el tiempo; suenan unas veces al norte, otras al sur, ahora al este, ahora al oeste de Europa. A veces se las oye con intensidad en un lugar concreto, en una época y en una lengua; otras veces, en cambio, se alzan con fuerza en otro idioma y en otra tierra. Y así, desde el siglo XII al XV, la escritura mística femenina se construye multiforme y diversa. Pero en su diversidad hay algo que la unifica y permite reconocerla; algo que, como un eco constante, repite siempre su llamada a poner en palabras la experiencia

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