viernes, 5 de noviembre de 2010

LA MARAVILLA DEL SABER



“Cuando se deja de pensar, se comienza a experimentar” – Sócrates

Virtuosismo. La creación finísima apoyada en la virtud y pensamiento personal. Experiencias que fluyen a través de la obra que narra exquisitamente belleza y soledad, amor y tenebrismo, moralidad y pubescencia desnudista. La idea de la objetividad cede ante la abstracción introspectiva, en un equilibrio donde el pensamiento matemático y el artístico se funden. En esta dicotomia que integra los más ambiguos conceptos interiores, no hay corazón que resista a una larga exposición de azotes melodramáticos que da el arte.

Una obra de arte no se deprecia, no pasa de moda, no se disuelve con las nuevas corrientes ni se moldea con el paso de las generaciones. Una obra de arte siempre estará, siempre será, esperando a ser admirada y comprendida para ser llevada dentro después de que se le sintió la primera vez. Es invaluable, pues con el paso del tiempo quien adquiere una obra de arte no solo está pagando su precio en dinero, sino que se está implícito todo el ciclo de vida de la obra,  todos los sentimientos y emociones provocados en el hombre a través del tiempo. Los compradores pagan con su vida, la deuda de adquirir algo que realmente no tiene dueño, demostrando así que una obra de arte es de todos, y no es de nadie en particular.

En mi tercer encuentro con el museo, tuve una experiencia que se puede asemejar a aquellas que, según mi percepción, solo se alcanza (a medias) con ayuda de alguna sustancia psicotrópica. Fue un despego involuntario de la cotidianeidad. Una marca que se puede resumir con una palabra: sublime.

En mis anteriores visitas al Museo Metropolitano, hice solo un repaso en condición de turista en la que el único deseo es hacer lo posible por conocer más en menos tiempo. Una visita convertida en vapor efímero y borroso, siempre en contra del reloj, donde todo lo que nos queda al final es la creencia de que ya conocemos más. Almacenamos el archivo mental que nos asiste a presumir: “Ya conozco el grandioso Museo Metropolitano de NY”.

¿Realmente lo conocía?

Esa mañana, despertaba después de una noche agitada en donde mis compañeros de viaje y yo terminamos con algunas copas de vodka, y todavía con algunos efectos por intoxicación del alcohol, salimos de visita al museo. No sé si una noche algo turbulenta como ésa haya contribuido un poco en tener un estado de conciencia diferente al momento de la visita, pero al final el recuerdo permanece y esto es lo verdaderamente importante.

Con un poco de frío, tomamos el camión que nos llevaría hacia Central Park, justo a una calle del museo Metropolitano. Al entrar, comenzamos nuestro recorrido con la sala de arte egipcio. Esta sala no me canso de verla una y otra vez, la tumba de Perneb, llevada piedra por piedra (nunca he sabido cómo es que logran esto). En una de las paredes de la tumba, hay algunas inscripciones que dicen “1812”. ¿Cómo? Supongo que me han engañado y que en algún lugar de la tumba dice “Made in China”, con esto de la amenaza china igual y hasta a ellos se les ocurrió hacer una réplica de la tumba egipcia. Pero entonces recuerdo que en una visita anterior, un guía explicaba que algunos soldados de Napoleón dejaron su recuerdito cuando éste llegó a Egipto. Si hubieran sido mexicanos, se leería “P… el que lo lea”.

Después de ver la sala de Egipto, solo tengo una idea fija en la cabeza… quiero ver pinturas europeas, así que en medio del cambio entre una sala y otra, me despego del grupo y me dirijo hacia la parte central del museo. Salgo a un pasillo iluminado con luz natural que entra por un gran ventanal. Aquí se encuentran, bañadas de luz, esculturas griegas puestas en hilera con figuras como Perseo, Afrodita y demás dioses y diosas. Mi prisa se olvida por un momento, el tiempo suficiente para quedarme admirando las formas exquisitas de la piedra. ¿Cómo es que alguien puede acariciar el mármol con el cincel lo suficientemente diestro para moldear la figura humana hasta el más mínimo detalle? Observo por instantes que se hacen minutos cuando, de súbito, comienzan a borbotear detalles, movimientos, símbolos, la línea que divide al artista con su espectador se adelgaza para confundir realidades, creencias y locuras. Me coloco directamente en la línea de vista de la escultura, y los ojos pálidos con dos agujeros en ilusión de pupilas, cobran vida y me observan fijamente, sus ojos siguiendo a los mios, como si la escultura estuviera escudriñando mis sentimientos. ¡Me siento intimidado por la fuerza de un trozo de mármol! Volteo hacia todos lados y nadie parece advertir que la estatua está viva. Suspiro y paso a la siguiente figura. Acabo de echar un vistazo dentro de la mente del artista.

Salgo del pasillo, no sin el deseo de llevarme una escultura a casa, aunque sea un busto para poder admirar en mi sala. Paso por un gran salón de armaduras, las hay desde japonesas que pertenecían a los antiguos samurai, hasta las últimas que se usaron en Europa en las grandes justas medievales. Pero no tengo ganas de belicismos, así que me paso de largo. Subo por unas escaleras y me topo con algunas pinturas coloridas. Hay una en especial que me hace detenerme. Es un tema familiar para mí. Son dos niñas frente a un piano. Una tiene un vestido blanco con una cinta azul en su cabeza y está sentada leyendo la partitura. La otra con vestido rosa, parada a su lado, con una mano apoyada en el respaldo de la silla y otra mano descansando en el pretil del piano. En el cuadro, que está totalmente iluminado, predominan los colores pastel, en los rostros, en los vestidos, los adornos, los muebles y en las flores que están encima del piano. El color café del piano neutraliza un poco el campo visual para no saturarlo de colores claros. Pero es la expresión en la cara de las niñas lo que me atrapa. Están gozando del momento musical, sus ojos están riendo y en su boca tienen un gesto sutil, casi como la de la Gioconda. Definitivamente, están pasando un momento agradable. El autor de tan dichosos trazos es Auguste Renoir. Solo un genio como él podría captar los sentimientos de ésa manera.

Jovenes al piano

Minutos después, me encuentro en ala de pinturas europeas. Una colección de cuadros inunda las paredes, en la que la mayoría de retratos son de personajes con expresiones sombrías. Es una sensación extraña estar en el medio de una sala de personajes desconocidos de siglos de edad, mirándote como si el producto final del artista fueras tú, y no los lienzos que cuelgan de las paredes. Algunas caras reflejan una seriedad sepulcral, reverente, casi majestuosa. En el silencio de la sala casi se puede oír su respiración, a veces roto por el crujir de la duela en el piso mientras pasan fugazmente los espectadores “¿Qué estaría pensando al momento de ser pintado?”. Todos los retratos tienen el fondo negro, como era la costumbre del Tenebrismo de aquellos tiempos. Hay caras de personajes con nombres, en otros solamente se lee “Retrato de un hombre”, y así solo su imagen pasará a la posteridad. En una esquina hay un retrato de un hombre con un perro. ¡Vaya! Se tuvo que tener mucho aprecio a la mascota para inmortalizarla. En la descripción se lee que el análisis de la pintura incluye los rayos X, y se descubren datos interesantes, por ejemplo en la pintura del hombre con su perro, se supo que el pintor cambió radicalmente la posición del perro…¿Por qué lo habrá cambiado? Las obras de arte entonces no son espontáneas al primer intento, sino que hay muchas correcciones y rectificaciones en el proceso, dependiendo del grado de perfección que desea el artista.

En la siguiente sala, una pintura vuelve a atraparme. Es un retrato de Aristóteles sobre el mismo fondo negro tenebroso. Trae ropa de la época, como del siglo XVIII. Su mano derecha descansa sobre un busto del poeta Homero, y su mano izquierda está en su cintura, casi triunfante. Su mirada está perdida, como pensando. Lleva colgada una cadena que le atraviesa de lado a lado de su cuerpo, y colgando de ella hay una efigie de Alejandro Magno… otro símbolo que desde luego tiene sentido. Aristóteles fue maestro de Alejandro Magno, y se dice que el conquistador llevaba siempre una copia de la Odisea de Homero en sus campañas, y que incluso, dormía con ella bajo la almohada. El autor… Rembrandt. De nuevo el genio de Renoir para representar tal conjugación de figuras y lo que representan para la historia. La poesía de Homero que resume el sentimiento del hombre, Aristóteles es la razón, y Alejandro el Grande, es la historia que refleja el ego del hombre.
Aristóteles contemplando el busto de Homero

Silencio… siguen pasando cuadros y pinturas. ¿Cuántas salas habré pasado en estas horas? ¿Tres ó cuatro? De cientos de salas que tiene el museo. Tengo la sensación de que han pasado las horas sin darme cuenta. Ya es tiempo de regresar al punto de reunión. Salgo del museo todavía conmocionado por los golpes imbatibles de los muros del lugar,  con sus cuadros que trataban de entrar a como diera lugar en mi cabeza. Tengo la impresión de haber obtenido una parte de la intención del artista, una experiencia personal incompartible. Se que las obras estarán ahí, y que tal vez otro día las mismas pinturas no me digan nada, o me digan secretos totalmente diferentes. Tal vez repare en alguna colección que nunca supimos que estuvo ahí. Así es el arte. Te llama cuando tú estás listo para aceptar lo que te ofrezca. Seré entonces una generación más que pasó frente a la gran obra de un artista, un mortal frente a la inmortalidad de la obra que permanece, mientras yo me iré con algo que llevaré hasta el día en que me olvide de mi propia naturaleza.

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