miércoles, 25 de noviembre de 2009

COSAS DENIÑOS

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Cuando un autor es invitado a un aula, en cierta medida, asiste a una comida de familia en la que se percibe bastante bien el estado de salud de las relaciones personales del grupo, con su dosis de obligatoriedad (en el sentido simple de que no escogemos a la familia, tampoco a los compañeros del aula ni a los maestros). Supongo que en la jerga psicológica, que no conozco, existirá algo parecido a la «terapia de la visita del extraño».

En unas pocas ocasiones, muy contadas, he encontrado casos lamentables, en los que el maestro odia su trabajo y transmite la deserción a sus alumnos. Pero en la mayoría de las ocasiones, el sistema funciona y el grupo vive la sesión como una fiesta compartida. Y de vez en cuando, uno encuentra auténticas perlas que le dan sentido pleno a cinco horas de coche y contar hasta el límite de la voz, o a estar contando a la hora de la siesta cuando te has levantado a las cinco y el menú ha caído como una losa de sal en el estómago, o a explicar por milésima vez (y casi siempre en vano) que un autónomo se queda con menos de la mitad del dinero que factura, entre otras penas de un trabajo que reconforta, pero como todos, también cansa y vive días de tirar la toalla.

Hace poco me encontré en uno de esos días mágicos. En la biblioteca de Caudete —estupenda por lo clara, completísima y casi hiperactiva que es—, se presentó un guardia bigotudo y repelente exigiendo permisos a tutiplén, a la abeja que pasaba por el país de Colmena, pero también a mí, a los alumnos y, claro está, a los maestros. Los chavales piden el permiso de enseñar, el de mandar deberes, el de mandar cuatro hojas de deberes, el de imponer normas en el aula… El permiso de hacer de vientre, como dijo uno en la versión más fina que he oído hasta ahora de una respuesta que nunca falta… El de caminar a la pata coja o el de querer viajar a la Luna, cuando desatan la fantasía… O hasta el permiso de estar vivo, como exigieron una vez, en un arranque de totalitarismo que habría dado envidia a Stalin. La verdad es que de carné en carné, con este Carnaval en miniatura a todos nos dio la risa (con su dosis de estupor), varias veces.

La magia pura vino cuando una maestra aprovechó su ocasión de pedir permisos a los alumnos para reconvenir con cariño a los más despistados, dando así pie a hablar en grupo, con franqueza pero con calma, sobre los excesos que pueden despertar tensiones colectivas; y acto seguido —con tono ligero, pero mirando a los ojos a sus chavales— cerró pidiéndose para sí «el permiso de querer a mis alumnos». En una sociedad que verbaliza con énfasis la autoridad y la violencia, pero no el cariño, sinceramente, este invitado afortunado sintió que se le esponjaba el corazón.

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